El cómic, leyendo entre imágenes

Cuando era un crío, lo que más necesitaba en la mayor dosis posible y constante de la dopamina del descubrimiento. Tocar esto, mirar aquello, meterse por aquí, probar todo lo que se me pasase por la cabeza. Para mi infantil mente de año y poco, algunos descubrimientos eran más fáciles de entender que otros, como que tocar espinas u ortigas no era divertido. Por otra parte, otros extraños mensajes como las letras que hoy escribo resultaban algo más confusas. ¿Qué significaban?

Al principio, desvelarlo era difícil. ¿Por qué una “g” a veces es “blanda” y otras es “dura”? ¿Cómo va a ser una letra blanda? Encontrar la motivación para aprender todas esas respuestas, tal y como nuestros profesores y familiares querían, resultaba confuso. Una letra no baila, una letra no se mueve, no es divertida, etc.

Entonces descubrí los cómics. A mí, que tanto me gustaba dibujar y ver cosas de todos los colores y formas posibles, me encandiló ver tantas viñetas, ver tantas veces a esos mismos personajes moverse al son de una historia que no podía comprender aún. ¿Por qué ese hombre calvo de gafas largas se transforma en jirafa, en elefante o en pájaro? ¿Y cómo es que el señor de los pantalones rojos que va con él se enfada? ¿Por qué están yendo al campo? ¿Qué están diciéndole al granjero?

Movido por la infinita curiosidad de desvelar los secretos de esas historias, conocer las misiones de aquellos llamados Mortadelo y Filemón y, sobre todo, lo de disfrutar lo divertido que resultaba verlos reír y llorar, verlos triunfar y fracasar.

Ese fue el momento. Recuerdo “leer” el cómic sin prestar atención a las letras, recuerdo volverlo a leer intentando fijarme en unas pocas de letras, que luego serían palabras y que, finalmente, serían oraciones enteras.

Uno siquiera es capaz de recordar el esfuerzo que suponía, pues era nulo. Movido por la infinita curiosidad de desvelar los secretos de esas historias, conocer las misiones de aquellos llamados Mortadelo y Filemón y, sobre todo, lo de disfrutar lo divertido que resultaba verlos reír y llorar, verlos triunfar y fracasar. ¡Todo con unos dibujos preciosos que hacían mi mente viajar!

Fue así como aprendí a leer con un año y medio. Más tarde vendría aprender a escribir, que tampoco se complicó mucho, pues los agentes de la T.I.A ya me habían enseñado muchas palabras.

A día de hoy, sigo leyendo todos esos cómics de cuando en cuando. Admito que, cuando veo la portada del cómic recuerdo al momento la historia entera, pero aun así eso no me evita volver a recordar aquellos primeros momentos de lectura y escritura. Los cómics, sin ningún tipo de duda, son una de las mejores herramientas para iniciar a un joven en el mundo de la lectoescritura. ¿De qué otra forma podríamos encandilar tan efectivamente a esos jóvenes que con escenarios y personajes (los cuales apoyan la comprensión) y una divertida historia que les plante la semilla de la curiosidad y la motivación?

Si el objetivo es enseñar, con un cómic se pueden divertir mientras lo hacen. Y si el objetivo es divertirse, con un cómic aprenderán sin darse cuenta de ello.

Rafael Aguilar Portela. Maestro de Educación Primaria y alumni CMLI. Esta entrada en el blog se publicó en el n.º 12 de la Revista Educar es Amar.